lunes, 25 de febrero de 2013

Palabras...

Las pronunciamos, las vomitamos, las deletreamos... Primero somos dueños de ellas, y después, cuando salen de nuestros labios, pueden contener cualquier tipo de matiz que sirva para que esas palabras, que una vez fueron nuestras, se utilicen en nuestra contra.

Probablemente esa idea la olvidamos muy a menudo, y comenzamos a hablar o a expresarnos sin tener en cuenta las malas consecuencias que pueden provocar en contra de uno mismo. A veces, aunque no todas las personas en la misma medida, tenemos la horrible costumbre de expresar nuestra opinión sin tener en cuenta las heridas que puedes generar a otras personas. La palabras son mucho más afiladas que cualquier arma blanca. No hacen sangre, pero pueden dejar cicatrices eternas.


Todo el mundo ha intentado alguna vez herir a alguien realizando críticas a esa persona sin dirigirse directamente ni mencionar a esa persona. A esa acción le hemos acuñado el término "indirecta", y probablemente sea uno de los mayores indicadores de madurez de una persona. Saber distinguir entre expresarse de forma libre y expresar una opinión ofensiva que puede hacer daño se aprende dando este paso. Evidentemente, no todos tienen por qué verlo de este modo, se trata de un punto de vista. Una forma de entender que no ganaremos una pelea ni una batalla por mostrar en público unas palabras fuera de tono , demostrando que no se es capaz de mantenerse al margen en los momentos precisos.

La palabra es fiel reflejo de una persona: al igual que un poeta se expresa con delicadeza, un banquero enreda a su víctima cliente antes de arruinarlo, un político gana votos a través de su oratoria, o un periodista busca abrir los ojos a un pueblo dormido. Las palabras parecen pequeñas cuando las leemos o escuchamos, pero su papel tanto en el mundo como en cada persona es totalmente imprescindible. Nosotros elegimos nuestras palabras, pero nuestras palabras nos hacen ser elegidos por los demás.