lunes, 21 de marzo de 2016

Verso libre, mente en blanco (II)

El cable amarillo se encarga de mantener todo en su sitio. Estalla si lo cortas, pero las cosas permanecerán etéreas lejos de su radio. Es un protagonismo atado a las ilusiones de un regalo que no esperas y sin embargo tampoco llega. Es una luz que deslumbra y a la vez asesina a los monstruos de la oscuridad. La cámara observa impasible esos movimientos sospechosos, y ante la primera pastilla que circule, la primera lata que caiga o la penúltima copa que se derrame, da la señal de que todo va bien, que nadie hace nada fuera de lo normal.



Esto se debe a que nada es igual a cuando disfrutabas de tu mascota a los cinco años. Los pañuelos solamente servían para limpiar lágrimas o mocos, y los dibujos de casas y familias eran la rutina artística de un cerebro por adulterar, por pervertir. La maceta, pequeña, impide al cactus avanzar hacia su verdadero objetivo, mientras que el agua se convierte en su particular veneno, en su azúcar para diabéticos. La foto de carné permanece guardada a la espera de tener un uso meritorio, sea para una tarjeta o para una cartera en el corazón de otra persona. Un recuerdo no se borrará por mucha lluvia que caiga, por mucho barro que ensucie la calle, o por muchas heces sin recoger que se acumulen en las aceras.

No es sino la aventura que unos cascos de música viven durante su andadura, una oscuridad perpetua que se rompe en breves trayectos de transporte público, creadores de una burbuja capaz de eliminar todo lo que a uno le sobra más allá de sí mismo, sean personas, olores, melodías genéricas o andenes que pasan y cuyo destino no interesa. Se puede hablar de que sea casi un cuento onírico, donde la magia, en un peligroso acto de presencia, eleva a uno hacia una superficie donde toda cortina protege del sol, todo pensamiento elimina disputas y cualquier estímulo externo nos plantea vaivenes que hacen a cualquiera sentirse con vida. Es entonces cuando una bala perdida te alcanza y vuelves a la realidad, donde los chubascos empapan esa camisa mientras buscas sin éxito un techo en el que sentirte a salvo.

No existe refugio, tampoco nadie interesado en el porvenir de otro, así que la única solución se halla en volar por encima de las nubes, pero los billetes de avión son caros y renace el eterno dilema de que cualquier cosa puede valer más que una vida. Sin embargo, te asomas a aquella plaza cercana y una multitud, a pesar de estar seriamente mojada, disfruta de una pantalla con un balón en movimiento. Esta pantalla encuentra su vida en la atención de otros, porque se apaga cuando se marcha la gente. Esto se ha vuelto un circo en el que hacemos cosas cuando únicamente nos miran. Mientras tanto, es hora de retomar el camino, las calles vacías empiezan a tener sospechas.

Hay personas que se aterran al ver una aguja y hay personas que aterran a otros, punzón en mano. Existen muchas formas de reflejar inquietudes, y por ello esa goma permanece hecha trizas en una mesa, donde un libro y su fiel marcapáginas dirigen con acierto un concierto de letras que solamente escucha el polvo que los recubre. Porque no existe un salón cálido sin fuego, y no existe una persona cálida si su llama interna se apaga. El fuero de cada cuerpo determina a cada uno cómo debe ser, y si algunos carecen de comportamientos suele ser por falta de páginas por escribir, o por leer, pero no por ausencia ética. Damos lecciones sin enseñar, juzgamos sin empatizar, y nos reímos de lo diferente hasta que eres tú la nota discordante, el verso libre que intenta escribir algo sin sentido con la mente en blanco. Y lo empiezas a entender.

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